El Otro, los Otros, son calificativos que se pueden entender de muchas maneras y usar en los más diversos sentidos y contextos, como, por ejemplo, para diferenciar sexos, generaciones, nacionalidades, religiones, etc. Por lo que a mí respecta, los usos sobre todo para diferenciar a los europeos -hombres blancos de Occidente- de los no europeos, no blancos, consciente de que para estos últimos también son Otros los primeros. El género que intento cultivar es el reportaje literario que bebe en las experiencias acumuladas a lo largo de muchos años dedicados a viajar por el mundo. Todo reportaje tiene muchos autores, y únicamente una añeja costumbre hace que lo firmemos con un solo nombre. En realidad, quizás sea el más colectivo de los géneros literarios, creado por docenas de personas -los interlocutores con los que nos topamos en los caminos del mundo- que nos cuentan historias de sus vidas o de las vidas de sus comunidades, o acontecimientos en los que han participado o de los que han oído hablar a otros. Esos extraños, esos desconocidos, no solo constituyen una de las fuentes más ricas de nuestro conocimiento del mundo, sino que también nos ayudan en nuestro trabajo de mil maneras: nos posibilitan contactos, nos acogen en sus casas e, incluso, nos salvan la vida.
Cada uno de esos desconocidos que encontramos en nuestros periplos por el mundo parece llevar en su interior a dos personas; se trata de una dualidad que a menudo resulta difícil discernir, cosa de la que no siempre nos damos cuenta. Una es un ser como todos nosotros, con sus alegrías y sus tristezas, con sus días buenos y malos, alguien que celebra sus éxitos, al que no le gusta pasar hambre ni frío, que percibe el dolor como desgracia y sufrimiento, y la suerte como disfrute y realización. El segundo ser, que se solapa y entrelaza con el primero, es portador de unos rasgos raciales determinados, de una cultura, unas creencias y una ideología. Ninguno de estos seres se manifiesta en estado puro, por separado; los dos conviven y se influyen mutuamente.
El problema -y también la dificultad de mi oficio de reportero- radica en que la relación entre estos dos seres que habitan en cada uno de nosotros -el individuo con su unicidad y personalidad y el individuo portador de una cultura y una raza- no es inmóvil, rígida, estática, dada de una vez para siempre, sino que, todo lo contrario, se caracteriza por un dinamismo constante, por transformaciones, transiciones, transustanciaciones y cambios cuya intensidad depende del contexto exterior, de los imponderables del momento, de las expectativas del entorno e, incluso, de nuestra edad y nuestro estado de ánimo. Por eso nunca sabemos con quién nos vamos a encontrar, aunque se trate de una persona cuyo nombre y aspecto conocemos desde hace cierto tiempo. ¡Qué decir, pues, de alguien a quien vemos por primera vez en nuestra vida! De ahí que cada encuentro con el Otro sea un enigma, una incógnita, más aún: es un misterio.
Sin embargo, antes de que se produzca ese encuentro, nosotros, los reporteros, solemos estar preparados de una manera u otra. Las más de las veces, a través de la lectura (sobre todo en tiempos en los que todavía no había televisión). En el fondo, toda la literatura universal está dedicada al Otro: desde los Upanishads pasando por el I Ching y por Chuang Tzu; desde Homero y Hesíodo pasando por el Gilgamesh y el Antiguo Testamento; desde el Popol Vuh hasta la Torá y el Corán. ¿Y los grandes viajeros de la Edad Media que partían con rumbo a los confines del planeta para encontrar al Otro, tales como Giovanni Carpine e Ibn Batuta, Marco Polo, Ibn Jaldún y Chen Chun? En algunas mentes jóvenes, aquellas lecturas despertaban el deseo de llegar a los lugares más recónditos del mundo a fin de encontrar y conocer al Otro. Se trataba de la típica ilusión espacial: la convicción de que lo lejano era diferente, y cuanto más remoto, más diferente todavía.
He dicho "en algunas mentes" porque la pasión viajera no se da con tanta frecuencia como se suele pensar. Por naturaleza, el hombre es un ser sedentario, rasgo que se acentuó en él muy particularmente a partir de la invención de la agricultura y del arte de construir ciudades. Por lo general, no abandona su casa si no está forzado a hacerlo, expulsado ya por la guerra o la hambruna, ya por la peste, la sequía o el fuego. A veces se marcha a causa de sus ideas, a veces para buscar trabajo o un futuro mejor para sus hijos. En mucha gente, el espacio crea estados de inquietud, de miedo ante lo inesperado e, incluso, ante la muerte. No hay cultura que no conozca toda una serie de conjuros y signos mágicos que han de proteger al que parte de viaje, quien, además, es despedido con lamentos y sollozos, como si estuviera a punto de subir al cadalso.
Al hablar de viaje, por supuesto no tengo en mente una aventura turística. A nuestro entender de reporteros, el viaje significa desafío y esfuerzo, cansancio y sacrificio, cometido difícil y proyecto ambicioso. Cuando recorremos el mundo, sentimos que ocurren cosas importantes, que estamos inmersos en algo de lo que somos parte y testigo a la vez, que tenemos una obligación que cumplir y una responsabilidad que asumir. ¿Y de qué somos responsables? Del camino. Al enfilar uno, a menudo tenemos la certidumbre de que lo hacemos por primera y última vez en la vida, que nunca más volveremos a pisarlo, y por eso mismo no podemos descuidar nada, no podemos perder o pasar por alto un solo detalle, pues de todo lo vivido tendremos que dar cuenta en nuestros ulteriores escritos, crónicas y relatos; en definitiva, vamos a hacer nuestro propio examen de conciencia. Por eso, mientras viajamos estamos concentrados, nos fijamos en todo y aguzamos el oído. El camino resulta tan importante porque cada paso que en él damos nos conduce al encuentro con el Otro: si no, ¿por qué lo enfilaríamos? Si no fuera así, ¿acaso nos expondríamos voluntariamente a dificultades y riesgos, a ese sinfín de incomodidades y peligros que acechan por todas partes?
Pero no solo el viaje como forma de vida libremente elegida es infrecuente. También lo es la curiosidad por el mundo. La mayoría de la gente no la tiene. La historia conoce civilizaciones que jamás mostraron interés por el mundo exterior. África nunca construyó una nave con la que descubrir lo que había más allá de los mares que la bañaban. Sus gentes ni tan siquiera intentaron llegar a la vecina Europa. Más lejos aún fue la civilización china: pura y simplemente se separó del resto del mundo con una gran muralla. (Es cierto que no actuaban del mismo modo los imperios montados a caballo: los persas, los árabes, los mongoles... Pero su objetivo no era conocer el mundo sino conquistarlo, tomarlo por las armas y esclavizarlo. En cualquier caso, los períodos de su auge y expansión fueron relativamente breves; desmoronados, todos acabaron cubiertos por las arenas para siempre.)
En ese desfile de civilizaciones, Europa será una excepción, pues es la única que desde sus mismos comienzos griegos muestra una gran curiosidad por el mundo y un deseo no solo de conquistarlo y dominarlo sino también de conocerlo. Y en el caso de sus mentes más preclaras, única y exclusivamente de conocerlo. Y comprenderlo.
Acercarse a otras gentes con el fin de crear una sola comunidad humana. Será allí donde se manifestarán con toda nitidez, su dramatismo y su complejidad nuestras relaciones con otros habitantes del planeta: los Otros. Estas relaciones tienen una larga historia, que, en la literatura, empieza con la monumental obra de Heródoto. El griego, que vivió y escribió hace dos mil quinientos años, nos muestra que ya entonces el mundo que le era accesible estaba habitado por numerosas comunidades formadas y maduras, cada una con su propia y desarrollada cultura y un fuerte sentido de identidad; en una palabra, aquel primer europeo, griego para ser exactos, aunque llamaba al no griego bárbaro, o sea, alguien que balbucía cosas incomprensibles, era consciente de que ese Otro, pese a todo, era alguien. Heródoto escribe sobre los Otros sin desdén y sin odio, intenta conocerlos y comprenderlos, más aún, a menudo demuestra que en muchos sentidos superan a los griegos.
Consciente de la naturaleza sedentaria del hombre, Heródoto sabe que para conocer a los Otros hay que ponerse en camino, ir a buscarlos, llegar hasta ellos, salir a su encuentro; por eso no para de viajar: visita a egipcios y a escitas, a persas y a lidios, y guarda en la memoria todo lo que le dicen y también lo que él mismo ve con sus propios ojos. Resumiendo: anhela conocer a los Otros porque comprende que el hombre lo necesita para conocerse a sí mismo, pues no son sino Ellos ese espejo en el que nos reflejamos; sabe que solo así podemos compararnos, medirnos, confrontarnos... ...l, ciudadano del mundo, se muestra contrario a aislarse de los Otros, así como a cerrarles la puerta. La xenofobia, parece decir, es una enfermedad de sujetos miedosos y con complejo de inferioridad que tiemblan ante la perspectiva de verse obligados a reflejarse en el espejo de una cultura ajena. Cada uno de sus Nueve libros de la historia no es sino una contumaz y concienzuda labor de fabricación de espejos en los que, sobre todo, podemos contemplar -y comprender- a Grecia y a los griegos.
Más adelante, sin embargo, los encuentros de los europeos con los no europeos adquirirán otro carácter, a menudo violento, sanguinario, atroz. De todos modos, esas cosas habían sucedido antes de Heródoto -en la guerra entre Grecia y Persia-, lo mismo que después: en la época de las campañas de Alejandro Magno, en los años de la expansión del imperio romano, en las cruzadas, durante la conquista española, etc., etc. Reparemos de pasada en el hecho de que nuestra manera de pensar es hasta tal punto eurocéntrica -tal el caso, también, de la mayoría de nuestros historiadores- que cada vez que escribimos o hablamos de las relaciones con el Otro, por ejemplo, de un conflicto con ese Otro, asumimos sin verbalizarlo que se trata de un conflicto entre europeos y los que no lo son, pese a que enfrentamientos y guerras del mismo cuño se han cobrado un océano de víctimas en la propia familia no europea, en cuyo seno los mongoles habían combatido a los chinos, los aztecas a las tribus vecinas, los musulmanes a los hinduistas, etc.
En una palabra, el choque de civilizaciones no es una invención moderna, pues ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia. Sin embargo, hay que tener presente que el conflicto, el choque, no es más que una forma -y no necesariamente inevitable- de contacto entre civilizaciones. La otra, que se da incluso con más frecuencia, consiste en el intercambio, que a menudo se produce al mismo tiempo y en el mismo marco que el choque. Un ejemplo: a principios de los noventa estuve en Liberia, que en aquellos momentos era escenario de una guerra civil. Con un destacamento del ejército gubernamental, fui al frente. Marcaba su línea un río cuyas márgenes unía un puente junto al cual, en la orilla controlada por el gobierno, había un mercado. En la otra orilla, tomada por los rebeldes de Charles Taylor, no había nada; era un erial. Hasta el mediodía, aquel frente estallaba en el tableteo de los fusiles y el estruendo de los morteros. Por la tarde se instalaba la paz: los rebeldes cruzaban el puente para hacer compras en el mercado. Depositaban sus armas en manos de una patrulla gubernamental, la cual se las devolvía cuando regresaban a sus posiciones con la compra. Y así un mismo lugar albergaba un conflicto terrible, sangriento, y un intercambio de mercancías y otros bienes. El Otro, pues, puede ser visto como enemigo y a la vez como cliente. Son las circunstancias, la situación y el contexto los que deciden si en un determinado momento vemos en una persona al contrincante o al amigo; ese Otro puede ser lo primero y lo segundo, y en esto consiste su cambiante e inasible naturaleza y sus maneras de actuar contradictorias cuyos motivos a menudo ni él mismo es capaz de comprender.
Por Ryszard Kapuscinski